Huellas.
Los
hijos nos continúan, dicen. Nos dan la esperanza de que al morir no nos iremos
del todo. Algo de nosotros permanecerá, dicen. Los hijos son entonces una
especie de garantía contra la muere, nuestra forma tramposa y sin duda fallida
de sacarle la vuelta.
Me
niego. Digo que no. No quiero.
No
eres un falso boleto para comprarme eternidad. No estás aquí para continuarme
¿Continuar qué? ¿A mí? ¿Y por qué habría de continuar yo? ¿Qué hay en mí que
debiera guardarse para la posteridad? Soy esto que soy solamente, tan de paso
como cualquiera. Hoy estoy, supongo que estaré por un tiempo, luego dejaré de
estar. ¿Debería dejar alguna huella? Dicen que los grandes hombres las dejan,
pero yo no soy un gran hombre sino uno mediano, quizá pequeño. Mis huellas serán borradas por
la espuma de alguna ola, quizá al principio no del todo, pero la siguiente ola las borrará
por completo. Hay algo de paz en esa certeza: ser suavemente borrado como se borran
muchas otras cosas. La arena queda limpia, o no: si te fijas bien hay vida en
ella: cangrejos diminutos que se entierran en cuanto la ola se va, fragmentos
de algas, conchas rotas. De las huellas nada, ni el recuerdo de que algunas vez
estuvieron allí, hondas o leves, de la medida justa de los pies de alguien.
Hay
arena que nunca ha tenido huellas, arena nunca pisada en alguna isla remota.
¿Imaginas una arena nunca pisada? Y hay arena que se ha llenado de las marcas de
miles de pasos, que viaja lejos, a donde no hay arena, transportada en los pies
de quienes por allí pasaron. ¿La arena fue piedra antes? ¿La piedra se hizo
arena a golpes de mar? ¿Cuánto mar hace falta para que se haga arena la piedra?
¿Y qué soy yo, qué es mi tiempo ante el tiempo del mar, de la roca, de la
arena? Un soplo. Un guiño. Un cangrejo. ¿Tiene sentido entonces jugar a ser
eterno? ¿Dejar alguna huella? Yo escribo. Pongo palabras sobre el papel
blanco ¿Las pongo para que duren? ¿Para que sean mi huella? ¿Escribir es ir
dejando huellas hechas de letras en la arena de la página? ¿Qué ola borrará mis
letras?
No.
Tampoco escribo para dejar huella. Escribo para aprender, para pensar, para
alcanzar a otros o mejor aún, para que otros, al leerme, me alcancen. Para
alcanzarnos. Para decir: ¿estás allí? ¿Sí? Yo estoy aquí, extendamos la mano,
toquémonos un instante. Ahora. Hoy. Hay tantos libros y tantas páginas en los
libros y tantas palabras en las páginas. Un puñado de libros permanecen, los
otros miles (los míos entre ellos) serán borrados por las olas que borran los libros. ¿Qué huella podría quedar de mis palabras? Ninguna. Solo arena,
fragmentos de algas, cangrejos.
Quizá
no me importa dejar una huella que dure un poco más que otras huellas. Al final
todas las huellas, aún las más hondas, serán borradas por el mar.
Veo
mis huellas en la arena. Trazan un camino poco recto, dubitativo, torpe a
veces. Están hechas de haber tocado a otros, de haber sido tocado. Eso pasa:
nos tocamos. Vidas que se cruzan, ojos que se cruzan, a veces detenerse un
momento y extender la mano. Los dedos se rozan y se llevan la memoria de esos
dedos. Ya no son los mismos dedos sino unos nuevos, con un poco de los otros,
algo tenue, una resonancia, un eco. Mis huellas son tocar y ser tocado, algunas
palabras que supieron tener luz, más silencios que palabras, una lentitud, un asombro. Veo mis huellas y
veo que desde el mar crece una ola, ni siquiera una grande. Choca con ese ruido
que hacen las olas al chocar, como exigiendo silencio. Se desliza y cubre mis
huellas, luego se guarda de nuevo, vuelve al mar. No queda ninguna huella, solo la
arena limpia de mí.
Tú
no eres mi huella, ni mi defensa contra la muerte, ni mi continuación. Te traje
para que seas, no para seguirme siendo.
Cuestionarse está creencia de continuidad es valiosa para sobreponernos a nuestro Ego.
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