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Mostrando entradas de junio, 2020

Historia de fantasmas.

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Miro Historia de fantasmas (2017), la hermosa película del director David Lowery. Una pareja que se ama con un amor sencillo, sin grandilocuencia. Tiene dificultades también. Ella no quiere vivir en aquella casa en donde siente que hay una presencia misteriosa. El sí. Un mal día, la tragedia: él muere y ella queda sola. En realidad no. El fantasma de él, una sábana con dos agujeros en el lugar de los ojos, la mira vivir. Pero ella se va y el fantasma se queda solo en aquella casa primero vacía, luego mira a cada familia que vive allí a lo largo del tiempo, es testigo de la demolición de la casa, del edificio que construyen en su lugar, de cómo cambia el mundo. El tiempo da una vuelta y se ve a sí mismo llegar a aquella casa con aquella mujer que ha seguido amando. Se vuelve testigo de su propia vida, de los detalles más simples, de las risas y peleas, de los gestos más pequeños. Él es la presencia misteriosa que ella siempre sintió. La mirada de la nostalgia, de quien ve lo que h

Lo poético.

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A veces me harto de la jerga terapéutica, de ese modo curioso de escondernos en lugar de revelarnos, de aparentar inteligencia por decirlo todo con palabras raras. Y luego, llamar "poético"a ese juego. ¿Qué es eso que llamamos lo poético? No es fácil definirlo. Hace poco, la enorme poeta Anne Carson decía en una entrevista que aún no sabe qué es la poesía. Me es más sencillo decir lo que no es poético. En terapia Gestalt también usamos ese término, aunque me parece que con frecuencia se le llama así justo a lo que no es. Lo poético, creo, es lo contrario a la jerga, a las palabras rebuscadas, pomposas, grandilocuentes.  Lo poético no es "decir o escribir bonito" usando palabras llenas de merengue o falsa erudición.. Lo poético está en la mirada antes que en la palabra. Es un modo de mirar. ¿Qué? Todo, cualquier cosa, aún la más sencilla: la naranja, el columpio, los zapatos, la sopa. Lo poético es una apasionada y contemplativa forma de mirar

Los silenciosos

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En un mundo donde se grita, se habla siempre, en donde hay tantos que no paran de hacer aspavientos y decir/gritar: “Yo, yo, yo, mira cuánto sé, qué listo soy, qué brillantes mis opiniones, cuántos títulos he conseguido, qué divertido puedo ser, cuántos likes tengo, cuánta gente me admira, qué profunda mi sabiduría…” agradezco tanto a esos otros que hacen lo que les toca hacer, silenciosamente, amorosamente, sin tener que anunciarlo a cada momento como una forma vulgar de autopublicidad constante. Esos que a veces, por tan discretos, no son vistos; esos que están tan ocupados en hacer lo que tienen que hacer que no les queda tiempo para anunciarlo; esos a los que se les olvida sonreír y parecer empáticos ante las cámaras; esos que no aparecerán entre los vencedores: en fin, esos, entre los que yo no me encuentro, que están en sus actos cotidianos y no en la proclama de lo que son.

Ejercitarse en la lentitud.

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Caminar despacio, muy despacio sobre la tierra o el pasto. Sentir cómo mis pies se ajustan al suelo, el talón primero, luego la planta y al final cada dedo; cómo mis rodillas se doblan para apoyar el siguiente paso, alargar ese breve momento de desequilibrio entre un paso y el otro. Que cada pequeño movimiento cuente y dure. Demorarme. Hacerlo de nuevo, esta vez descalzo. Percibir el modo como el aire entra por mi nariz y mi tráquea y expande los pulmones, imaginar que al hacerlo me vuelvo ligero, que la gravedad tiene menos fuerza sobre mí, volverme globo; luego irme vaciando del aire poco a poco, mientras me vuelvo cada vez más pesado. Tardar varios minutos en comer un durazno o beber un vaso de agua. Sentir el modo como mis labios, mis dientes, mi mandíbula se mueven para que sea posible el acto de comer o beber. Masticar despacio, tragar poco a poco, percibir hasta el menor movimiento. Colgar sobre el cuerpo, frascos, cubiertos, llaves, trastes de metal no muy gra

Falso lento.

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Confieso que soy un falso lento. Que una cosa es lo que los demás ven y muy otra la que ocurre de mi piel hacia dentro. No es que conozca de la lentitud, sino que la anhelo. Me descubro caminando a prisa aunque no tengo que llegar a algún lugar. Me descubro respirando a prisa aunque no hay urgencia de nada. Me descubro mirando el reloj aunque sé que tengo la tarde libre. ¿Hay otra posibilidad? ¿Puedo al menos imaginarla? ¿Cómo construí esta máscara de serenidad? ¿Para qué? Con frecuencia, mis alumnos, mis amigos me dicen que les llama la atención mi tranquilidad, mi modo pausado de moverme, mi hablar lento que elige las palabras. “Parece que nunca tienes prisa”, me dicen, “Parece que siempre estás en tu centro”. Es verdad que a veces me muevo y hablo a un ritmo lento, pero por dentro todo es distinto: aprieto las mandíbulas, tardo en dormirme, padezco de dolores de cabeza tensionales, corro hacia varios lugares distintos. No se dejen engañar por mi lentitud: es un anhelo, un dese

Desnudarse

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Desnudarse. Pero no solo desnudarse sino hacerlo ante otro, otra. Desprenderse de cada prenda, de su peso e historia, y de las prohibiciones y las advertencias. Dejarlas caer así, desordenadas. Mostrarse al otro, a la otra, como nacimos, sin la armadura o el disfraz que es la ropa de todos los días, sin bolsillos para esconder las manos. Decir, aún sin palabras, este soy, con mis cicatrices, mi panza, mi imperfección. “Todo ser es capaz de desnudez”, dijo Andre Gide. Cierto, pero que vértigo mostrarse. “¿Cómo amar lo imperfecto, si escuchamos a través de las cosas cómo nos llama lo perfecto? ¿Cómo alcanzar a seguir en la caída o el fracaso de las cosas la huella de lo que no cae ni fracasa? Quizá debamos aprender que lo imperfecto es otra forma de la perfección: la forma que la perfección asume para poder ser amada”.                                (Roberto Juarroz)

Esa lámpara

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Sobre el buró, la lámpara palpita. Pétalos de luz, esbozos. A punto de dormir miro la sombra de mi padre: su perfil de volcán en lejanía su torcida corona de hojalata. ¿En qué piensa mi padre mientras fuma? ¿En las cuentas por pagar? ¿En los muslos morenos que algún día? ¿En los sueños a los que les brotan nuncas? ¿En los párpados del limonero? Yo me cubro con su olor a tierra bronca, con su corteza mineral hago una sábana. A su lado soy invulnerable. Nada me alcanza, nada sueña sangre, ni el monstruo que olfatea en el pasillo ni el ángel de las alas desplumadas. Con los dedos de mis ojos toco el humo que se enreda y da a luz un alfabeto y duermo, y llovizno para adentro. Sobre el buró la lámpara se apaga de tristeza tal vez quizá de miedo.

El llamado de lo frágil.

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Duele, sí. La fragilidad de los otros, de lo otro, nos llama, nos demanda una respuesta. Si mi propia fragilidad me hace hacer a un lado la autosuficiencia para dejarme acompañar; mirar la fragilidad de lo que me rodea me exige una respuesta: cuidar de lo frágil, sostenerlo, ampararlo. Hacerle un sitio, suspender por un momento mi egoísmo, la constante atención a mí mismo para mirar esa vulnerabilidad que es también mía y hacer algo para ampararla. “Quizá la fragilidad es lo único que nos acerca para compartirnos como semejantes. Quizá la experiencia de la alteridad del otro reside en mi experiencia de su fragilidad. Quizá la visión del otro como alguien vulnerable me extrae de mi cerrazón volviéndome solícito al encuentro”. (Gómez Ramos 2018 p.368)