El mundo y la vida
Aprendo
de los que saben: no es lo mismo el mundo y la vida. Por vivir en el mundo, por
ajustarme a él, dejo de vivir la vida, me ausento de ella o se me escapa de
entre los dedos, de entre los labios, de entre los párpados. El mundo tiene un
tiempo que no es el de la vida: es el tiempo de la prisa, de siempre a punto de
llegar tarde, de lo inmediato. En el mundo se oprimen teclas, se ven pantallas,
se consume comida rápida, se viste a la moda si se tiene con qué pagarla. El
mundo voltea la cámara hacia sí mismo y se toma selfies. Fotografía
incansablemente su propio rostro, la comida de su plato, su mismidad; y luego
espera impaciente ser recompensado con likes que confirmen que aún existe.
Los
objetos caducan pronto, envejecen y se tiran para hacer espacio a otros objetos
que durarán menos. El mundo, se va llenando de los deshechos que el mundo
produce y luego arrumba en las cloacas del mundo. El mundo es un tragón
insaciable: de horas, de cosas, de gente. Come y escupe los restos y luego come
más y vuelve a escupir y sigue comiendo.
En el mundo solo unos pocos cuerpos son válidos, bellos y merecen amor; el resto (lo no blancos, los no adultos, los no jóvenes, los no occidentales, los no viejos, los no delgados, los no sanos, los no masculinos) son cuerpos fallidos, que no merecen.
En
el mundo hay que ganar siempre, y para hacerlo hay que exigirse siempre,
agotarse siempre, competir siempre, y para hacerlo hay que ver al otro como un
rival o como un obstáculo. Se trata de alcanzar una cumbre hecha de tarjetas de
crédito, hipotecas, diplomas, bronceados, camionetas, lugares VIP, sonrisas de
fotografía, restos de uno mismo. Y de hacerlo solo o de aparentarlo. En el
mundo hay que hacerse a sí mismo para luego bastarse a sí mismo.
El
mundo fabrica personas, copias de lo mismo, útiles para la empresa, engranajes
de la maquinaria que produce, consumidores obedientes. El mundo exige ser de
una sola forma; pensar lo mismo, desear lo mismo, sentir lo mismo. Todo pasa
ante nosotros sin que nada nos pase, somos testigos de todo aunque nada nos
afecte.
La
vida es otra cosa.
Es
más árbol que máquina, más espera que prisa, más contemplación que acumulación,
es más ojos que pantalla, más asombro de lo otro que satisfacción de lo mismo, más
nacimiento que fabricación, más coexistencia que competencia, más con otros que
a solas, más fragilidad que autosuficiencia.
La
vida sabe de esperas, de pausas y silencios. Tiembla, aún en ese tiempo donde
parece que nada pasa, paréntesis que anhela, que precede al nacimiento de algo.
Sabe, no sé cómo pero sabe, que la belleza surge a su tiempo, nunca antes, y
que nunca es pura y que suele estar herida. La pureza, por inhumana, es lo
opuesto a la belleza. En la vida, la belleza siempre está un poco sucia, un
poco rota, salpicada de saliva, de lodo, de sangre. La belleza llega lento y
viene pringosa como viniste tú aquella madrugada luego de la batalla en que naciste. La vida hace a un lado la prisa y se sienta a la sombra y respira. La
vida a veces no hace nada sino vivir, sino asombrarse de que la hormiga cargue
la hoja, sino respirar el olor que respira la tierra cuando llueve, sino
escuchar los intervalos de silencio en el canto del grillo, sino echar una
siesta a media tarde, sino leer solo por el gusto de adentrarse en una
historia. Hacer nada es no ir deprisa, no producir, no consumir, no competir,
no exigirse. Dejar que la gravedad haga lo suyo, es decir, volvernos cuenco.
La
vida alza los ojos de la pantalla para encontrarse con los ojos del gato desde
donde la vida nos mira, o para mirar a través de la ventana donde transcurre la
vida. Los dedos al fin libres para recorrer texturas de algo (la sábana) o
alguien (el gato) o nada y entonces ser dedos que se abren para lo que venga.
La
vida nunca es lo mismo sino lo otro, lo que más allá de nuestra piel nos llama.
“Ven”, dice la vida siempre. Ir es salir del yo para el encuentro con lo otro
que por tan otro nos pone en duda y nos amplía. La vida no es en mí sino en ti,
en ella, en ellos. No es mi centro sino la periferia, los márgenes, las fronteras.
La vida inicia en los umbrales.
En
la vida no hay caducidad sino muerte que es parte de la vida. Hay el ir
apagándose, marchitándose, dejando de ser hasta no ser del todo. A lo que
caduca se le deshecha, a lo que muere se le llora. Por eso hay lágrimas en la
vida. De algún modo se sabe que eso que muere es único e insustituible y no una
repetición fabricada.
La
vida es múltiple en colores, en formas, en bellezas. No le interesa la artificial
belleza de lo liso y lo fácil, de lo inmaculado, sino la otra belleza, y esa
otra belleza existe en lo diverso de los cuerpos: blancos, oscuros, negros,
grandes, pequeños, gordos, delgados, infantiles, viejos, que funcionan de una
forma o de otra, masculinos y femeninos. La vida sabe que hay belleza en la
historia de cada cuerpo, o más bien, embellece con su historia, por eso puede
ser bella la cicatriz, la arruga, la marca. En la vida no se ama a alguien o a algo por
ser bello sino que se vuelve bello cuando se le ama.
La
vida no puede ganar porque tampoco puede perder. Ni gana ni pierde, es. No hay
a dónde llegar porque la vida está en cada lugar: en lo alto y en lo bajo, en
la luz y en la sombra. No se trata entonces de subir o de lograr sino de
abrirse al asombro y rendirse y asentir.
En
la vida nada ocurre a solas, nada está separado, nada es indiferente a nada. La
autosuficiencia es imposible porque el soy solo es posible en el somos, porque
llegamos al mundo en manos de otros y nos iremos también en otras manos, porque
sin la mirada de quien nos mira no sabríamos mirarnos, porque quién podría ser
nada sin el suelo que lo sostenga. En la vida no somos diferentes y menos
superiores a lo que nos rodea: la estrella, la espiga, la piedra, la gota, el
polen, el gato.
La
vida no tiene otro fin que la vida misma, se esparce, se contagia, florece,
germina, devora, encuentra, se pudre, se dispersa, muere y resucita para seguir
siendo la vida.
Yo
nací en el mundo y tú aún más que yo. Pero aunque naciste en el mundo no eres
el mundo sino la vida. Yo te heredé el mundo porque no fui capaz de heredarte
algo mejor, pero quisiera heredarte el anhelo por la vida. No el anhelo pasivo
del que suspira y se lamenta por lo que no tiene sin luchar por conseguirlo,
sino el anhelo que te mueva a hacer nacer la vida en medio del mundo. ¿Qué sentido
tiene haberte traído al mundo? Ninguno, creo. Pero oculta en el mundo está la
vida. No te ha tocado un tiempo fácil. Ser hoy la vida es oponerse al mundo,
alzar los ojos de la pantalla y alzar la vida como una bandera para que flamee
en el viento, negarse a fabricar más mundo, hacer una trinchera de vida, alzar
la vida-voz para que el mundo se detenga. Porque hay demasiado mundo y a veces
la vida calla. Quizás estás aquí para ser la vida con otros, porque la vida
nunca se es a solas. Y es hermoso estar para eso: para que la vida sea.
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