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Mostrando entradas de agosto, 2020

La terapia idealizada.

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Leo a mis colegas terapeutas y me inquieta esa idealización del hecho estético en terapia. Leo las palabras que los terapeutas usamos para describir esa experiencia y me quedo al margen, espectador asombrado de algo que me parece puro romance y fantasía.  La terapia, dicen, se convierte en un poema, en una obra de arte, el encuentro de dos almas de las que surge una misteriosa alquimia que da por resultado la Belleza. Como si uno se sentara con sus acuarelas marca Bombín y su hoja en blanco y dijera: "A continuación haré una Obra Maestra". Cómo si uno se sentara con su cuaderno Scribe y su pluma Bic y pensara: "Y ahora escribiré la Gran Novela".  Yo miro aquello como algo inalcanzable. Pienso en mis alumnos y los imagino igual que yo, preguntándose cómo se hace para crear Belleza (así, con mayúscula) cada vez que se sientan ante el enigma que es cada paciente llevando consigo su (nuestra) carga de dudas y titubeos. En el fondo hay una romantización del hecho terapéu

Intimidad

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  El otro, la otra, ante mí. Con su semejanza y con su diferencia, con ese modo brutal de no ser yo que me perturba y me descentra. Otro, otra que me convoca con toda la fuerza de su otredad. Llamada, imán, invitación y riesgo. Al mismo tiempo atracción y miedo, como ante el abismo. Pero ¿qué es eso a lo que llamamos intimidad? Una forma comú n de definirla, seguramente la has escuchado, es la siguiente: una relación de intimidad es aquella en la que dejo entrar al otro en mi mundo interior y soy invitado a entrar en el mundo interior del otro. Entras en mí y entro en ti. Nos permitimos entrar. Al leerla me parece que dice algo, pero no todo, como si la experiencia de intimidad fuera difícil de poner en palabras, como si escapara a toda descripción. Es más bien una sensación, un color, una melodía, una forma de habitar la relación. Digo intimidad y más que definiciones llegan a mí gestos, lugares, palabras, silencios. Digo intimidad y veo la sombra de mi padre proyectada en la pare

Huellas.

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  Los hijos nos continúan, dicen. Nos dan la esperanza de que al morir no nos iremos del todo. Algo de nosotros permanecerá, dicen. Los hijos son entonces una especie de garantía contra la muere, nuestra forma tramposa y sin duda fallida de sacarle la vuelta. Me niego. Digo que no. No quiero. No eres un falso boleto para comprarme eternidad. No estás aquí para continuarme ¿Continuar qué? ¿A mí? ¿Y por qué habría de continuar yo? ¿Qué hay en mí que debiera guardarse para la posteridad? Soy esto que soy solamente, tan de paso como cualquiera. Hoy estoy, supongo que estaré por un tiempo, luego dejaré de estar. ¿Debería dejar alguna huella? Dicen que los grandes hombres las dejan, pero yo no soy un gran hombre sino uno mediano, quizá pequeño. Mis huellas serán borradas por la espuma de alguna ola, quizá al principio no del todo, pero la siguiente ola las borrará por completo. Hay algo de paz en esa certeza: ser suavemente borrado como se borran muchas otras cosas. La arena queda limpia

El mundo y la vida

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Aprendo de los que saben: no es lo mismo el mundo y la vida. Por vivir en el mundo, por ajustarme a él, dejo de vivir la vida, me ausento de ella o se me escapa de entre los dedos, de entre los labios, de entre los párpados. El mundo tiene un tiempo que no es el de la vida: es el tiempo de la prisa, de siempre a punto de llegar tarde, de lo inmediato. En el mundo se oprimen teclas, se ven pantallas, se consume comida rápida, se viste a la moda si se tiene con qué pagarla. El mundo voltea la cámara hacia sí mismo y se toma selfies. Fotografía incansablemente su propio rostro, la comida de su plato, su mismidad; y luego espera impaciente ser recompensado con likes que confirmen que aún existe. Los objetos caducan pronto, envejecen y se tiran para hacer espacio a otros objetos que durarán menos. El mundo, se va llenando de los deshechos que el mundo produce y luego arrumba en las cloacas del mundo. El mundo es un tragón insaciable: de horas, de cosas, de gente. Come y escupe los restos