Espejo.


No sé cómo se llama. Yo le llamo Joaquín o Juaco. Tampoco sé su edad, aunque imagino que debe tener cerca de treinta. Sus ojos bizquean un poco, su boca permanece entreabierta, tiene una pierna torcida y arrastra un pie al caminar. Trabaja en el mercado de mi colonia ayudando a cargar cajas, a recoger la basura, a conseguir estacionamiento a los coches que llegan. Lo veo allí desde hace años. Hace unas semanas lo encontré recostado en un poste, comiendo algo. ¿Descansando?, le pregunté. Nomás aquí, dijo. Está duro el calor, dije, por no saber qué otra cosa decir. Mucho calor, contestó pronunciando mal. No supe qué más decir. Hubiera querido acercarme y platicar, saber de su vida, su verdadero nombre. Hubiera querido decirle que desde hace años lo miro y que para mí su presencia es un enigma. Hubiera querido mirarlo a los ojos, no sé para qué. En lugar de eso, seguí mi camino, sintiéndome estúpido e incapaz de cercanía, herido de algún modo. Después de ese día lo he visto muchas veces alrededor del mercado. ¿Por qué tú y no yo? ¿De qué modo eres mi espejo? pregunto dentro de mí, sin atreverme a preguntarle. ¿Quién eres?

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