La batalla



“¿Y si el cuerpo, en su plenitud, no es más que un anhelo de cuerpo? La sangre corre hacia el corazón solo para ser devuelta a la corriente, a llenar las rutas, los canales antes vacíos, los kilómetros que hemos de cubrir para llegar los unos a los otros”, se pregunta y dice el poeta Ocean Vuong, tan joven él, tan bello, tan delicado, tan lúcido.
El cuerpo es anhelo de otro cuerpo. Creemos que el cuerpo es una realidad cerrada, algo individual y terminado. No es así. Mi cuerpo es un llamado o una respuesta, un ir hacia, una permanente incompletud que no se sacia nunca. Soy cuerpo ante lo otro, ante el otro. Me encuerpo en el dolor, en el placer, en el agua que bebo, en la caricia que doy o que recibo. Mi cuerpo ya no está completo sin el tuyo, no porque seas parte de mí sino porque yo soy parte tuya. Me encuerpas sin saberlo todo el tiempo.
No logro entender que tu cuerpo surgiera de la unión de mi cuerpo y el de tu madre. Uno más uno es tres. ¿Cómo es posible? Fuiste cuerpo habitando en otro cuerpo. No puedo imaginar mayor misterio. Cuerpo de mujer surgido en parte de mi cuerpo de varón. Limonero del que brota una ciruela. Piedra de la que emana agua. Oscuridad que da a luz la luz. Para volverse loco. ¿Cómo mujer tú si hombre yo? ¿Cómo tu cuerpo de mi cuerpo? ¿Qué de mujer en mí te mujeró?
Esa intimidad secreta entre tu cuerpo y el de tu madre. Ambos cuerpos femeninos, tan diferentes pero iguales. Te abrazas a ella, te vuelves suave, te amoldas, palpitan juntas. Yo miro como quien ve un paisaje bello pero inalcanzable. Porque tu cuerpo y el mío tienen otra historia. Se anhelan también, se buscan, van, se encuentran. Pero con un sabor propio. Ternura de mí haca ti, casi nunca de regreso. Suaves mis dedos en tu mejilla, los tuyos no en la mía. Otro sabor, el nuestro. Pero el anhelo sí, constante.  A veces vienes a donde estoy y te me quedas viendo. Esperas que yo sepa. Sé. Me miras y sonríes, el cuerpo tenso como a punto de algo. Ven, me dices, y yo voy porque soy y seré ese, el que va si tú lo llamas. Se te agranda la sonrisa. En cuanto entro a la habitación me saltas encima. Me arrojas a la cama y haces como que huyes sin huir porque la lucha ha comenzado. Gritas golpes, juegas carcajadas, finges escapar, pides clemencia. Almohadazos repartidos, mordidas. “No se vale morder”, gritas, pero yo te muerdo. Te arrastras gusanito, saltas canguro, me enredas araña, trepas macaco. Reflectores encendidos que hacen de la cama un ring, máscaras coloridas, héroes y villanos, el rugido de la gente. Luchamos sobre la cama, caemos al suelo, nos perseguimos. ¿Te rindes? Te pregunto cuando te atrapo con mis piernas, con mis brazos. En todos estos años nunca te has rendido. Te escapas escurridiza, elástica, líquida casi. Te cojo de un tobillo, pataleas, pegas una machincuepa, atacas a lengüetazos. Nos volvemos un nudo palpitante. Una tregua mínima que se rompe con un salto o un jalón de orejas. Te lanzo, caigo sobre ti, te envuelvo. Un codazo tuyo en mi cara, un rodillazo en mis partes nobles, un calambre en mi pantorrilla suspenden la batalla. Nos separamos jadeantes y colorados, húmedos de sudor, más cuerpos que nunca. He aprendido que esta es tu forma de acariciarme, de saberme tuyo. Cuerpos adversarios que chocan para cariñarse. Vuelvo a donde estaba cojeando, adolorido de la mandíbula, con un dedo torcido. “Se van a lastimar”, dice tu madre. Pero ambos sabemos que al día siguiente o al otro, cuando nuestros cuerpos sean anhelo uno del otro, te acercaras sin decir nada y con media sonrisa, me exigirás porque me sabes tuyo: ven, y yo iré dispuesto a la batalla.

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