Obediencia.
"Obedeced, como en manos del artista obedece un instrumento", dijo el cuervo de mi infancia. "Si la obediencia no te da paz, es que eres soberbio", dijo el cuervo y sonrió dulcemente. "No amas la obediencia, si no amas de veras el mandato, si no amas de veras lo que te han mandado", graznó agitando su negrura. Yo obedecí porque quería ser parte, porque temía la reprimenda, porque a veces, obedecer es un camino fácil y cobarde. Sé que a mis padres, tus abuelos, alguna vez los elogiaron por lo obediente que yo era.
"El que obedece no se equivoca", decían aquellos tan satisfechos de entregar su voluntad a otro, al que sabe más, al que conoce el camino, al que siempre desea tu bien, al poderoso. Yo obedecí.
Obedecer
es agachar la cabeza, mover el rabo, lamer la mano del que ordena. Y entonces
el que ordena te soba la cabeza, te lanza las croquetas, o cuando menos no te
da de palos. A cambio de esa obediencia hubo aplausos, no voy a negarlo,
puertas que se abrieron, becas, estrellitas en la frente. Obedecer me ponía a salvo.
¿Qué
palabra odias? me preguntaron una vez o le preguntaron a otro pero acabé siendo
yo quien respondía. No tuve dudas: la palabra que más odio es Obediencia.
Incongruente,
sí, supongo. No estar de acuerdo ni conmigo. Obediente que de pronto odia la
obediencia, que se arranca la estrellita dorada de la frente, y que ante esos
que aplauden su obediencia levanta el dedo medio de la mano. Métanse su
obediencia por…
No
se obedece al sabio porque el sabio no da órdenes ni le importa que le
obedezcan, sino al poderoso, o aún peor, se obedece al poder que es nadie pero
existe y desde donde no está (aunque está) siempre vigila. Ojos invisibles que ven todo.
Mientras más grande es el poder más se le obedece sin saber que se obedece. El
poder, cuando es inteligente, se disfraza y nos hace creer que no está allí. El
poder se disfraza de normalidad, habla en voz baja y nos dice que si no somos
de cierta forma (la que al poder le conviene) dejaremos de ser normales. El
poder se disfraza de autoexigencia y nos dice que debemos esforzarnos siempre
más para alcanzar el éxito (esa zanahoria que hace andar al burro), no
descansar, no rendirse. El poder se disfraza de cuerpo y desde el cuerpo nos
censura, nos reprime y amordaza. El poder se relame con nuestra obediencia y no
le basta nunca.
Obedecer
es tener siempre un sí en la boca, y que
de tanto tenerlo se nos vaya haciendo costumbre, se nos vuelva labio y lengua,
se nos encuerpe, se nos alme. Y aunque uno quiere decir no, dice sí, dice siempre
sí. El no se nos escapa, se vuelve un imposible, nos asusta. A veces es bello y
necesario el sí, por supuesto, decir sí a las cosas que llegan, a la voz de
la vida, decir sí con los brazos y
con el alma que escucha; pero también es bello y necesario el no para ser quien queremos ser y no lo
que el poder quiere que seamos.
Tú,
como yo, eres obediente. Eso que para muchos padres sería una suerte no sé si lo es
para mí. Me duele a veces. O más bien me dueles. Te veo diciendo sí cuando tus ojos niegan, asustada
quizá de que tu no lastime. Pero a
veces no queda otro remedio que lastimar para seguir viviendo. Romper, agredir, prender fuego, hacer añicos. Apenas escuché a un poeta sabio decir que no hay libertad sin
algo de tragedia. Es verdad que el no
lastima. Aún así a veces hay que decirlo o gritarlo o vestirlo como un traje de
batalla. No es posible crecer sin rebelarse, sin oponerse, sin herir, sin hacer
tajos.
Que
sepas decir no al poder que nos fabrica.
Que
sepas decir no a las cadenas florecidas.
Que
sepas decir no a un falso tú sin otros.
Que
sepas decirme que no cuando llegue el tiempo.
Que
el agua que eres no se rinda a diques.
Que
pisotees los mandatos que te quieren cosa.
Que
haya en ti también la rabia.
Que
ames tanto que también sepas odiar.
Que
no obedezcas más que a tu conciencia.
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