Machos progre o "No puedo limpiar el baño porque estoy muy ocupado deconstruyéndome".

 


Ya decía yo que no se puede escribir un libro así sin tener un espejo cerca. Hablar de los otros, señalarlos, siempre es fácil. Mi dedo índice, como el de la mayoría, tiende a lanzarse acusador siempre hacia los otros. Pero si hay un espejo cerca… ay.

Supongo que soy un macho progre. No me gusta aceptarlo, pero lo soy. Quizá a veces lo soy menos, pero en cuanto me descuido, el macho progre que soy se asoma para hacerme ver lo endeble de mi congruencia. Es que soy una combinación extraña. Por un lado, vengo de una familia completamente tradicional y eso quiere decir, machista. Amo a mi familia, a mis abuelos, a mi padre, pero no dejo de ver el machismo presente casi en cada momento. Todavía hoy mi padre, sentadito en la mesa, pide, y mi madre corre a atenderlo. Mi educación formal fue, además de machista, misógina. Escuela religiosa de varones. Muy conservadora. La única mujer allí era la Virgen María, que de mujer tiene muy poco. El Guía Espiritual y Ejemplo a seguir en aquella escuela escribió sandeces como: “Ellas, no hace falta que sean sabias, basta que sean discretas”, “Sé recio. —Sé viril. —Sé hombre. —Y después... sé ángel”. Más allá de sus frasecillas, recuerdo que en todas las casas donde vivía aquella gente y en sus elegantes casas de retiro siempre había mujeres, prácticamente invisibles, que se hacían cargo de servir a los varones, de cocinar y limpiar. Solo mujeres. Como enamorado de la literatura me acerqué a aquellos autores que me aprendí que eran los grandes, todos ellos varones. Quiero decir que todos mis referentes eran machistas. Fue mucho después que me encontré con el feminismo. Libros, autoras, ideas que me revolvieron el cerebro y el corazón. No solo eso: desde hace más de veinte años vivo con una mujer feminista. Entonces soy esto: esta extraña mezcla de unas raíces y una educación machista y el encuentro reciente con la perspectiva de género que cuestiona todo lo que aprendí. Así nació el macho progre que suelo ser.

¿Qué es un macho progre?

César Zapata lo define así: “El “macho progre”, una categorización que desde algunos sectores feministas apunta a un varón que se apropia del discurso de liberación feminista pero que en realidad lo hace porque está de moda y es incómodo no hacerlo, pues el asedio de sus amigos —sobre todo amigas— puede ser muy molesto (…) En realidad quiere y necesita sus privilegios de género, puede transigir en uno o en dos, pero en lo esencial no quiere que nada cambie (…) su intento de quedar bien en todo y no querer sacrificar nada para ello”.

Me parece clarísimo. El patriarcado y el machismo son camaleónicos. Algunas veces se muestran en toda su violencia y otras, se ocultan y se disfrazan, lobos vestido de cordero. Y se ocultan dentro de mí, dentro de todos. El macho progre es uno de estos disfraces. No se trata de un macho cualquiera sino de un varón que ha tenido acceso a información e ideas feministas y en parte, le han calado, encuentra verdad en ellas. Puede mirar, en parte, la desigualdad de género y la violencia resultado de esa desigualdad; las reivindicaciones feministas le parecen justas. Lo que no puede ver (o no quiere) es que él forma parte de esa desigualdad y cotidianamente se beneficia de los privilegios que esa desigualdad le otorga. Como dice Zapata, quizá puede transigir en algunos de esos privilegios, pero no está dispuesto a perder aquellos que realmente le son importantes.

Los machos progres hemos leído sobre feminismo y sobre género. No solo eso, quizá hemos aprendido y memorizado algunos de sus planteamientos, citamos a Lagarde, a de Beauvoir, a Lamas, a Butler; repetimos aquello de que “la mujer no nace, se hace”; e incluso hacemos críticas a la masculinidad hegemónica (¿No será este libro justo esto de lo que hablo?).  Muy posiblemente, además, apoyamos a la comunidad LGBT+ y marchamos por la diversidad. Quizá hasta vestimos y nos arreglamos de cierta forma para no parecer machitos alfa. Nos creemos sensibles, abiertos y críticos. Hemos integrado nuestra “parte femenina”. Aprendemos cierto lenguaje y somos cuidadosos de usarlo. Nada de esto está mal, pero ¿qué hay atrás de ese bonito barniz que se cuartea a la primera confrontación?

A veces, lo que hay, es pura conveniencia. Claro, eso depende de en qué medio nos movemos, de con quienes compartimos la vida día a día. En un grupo de machitos, el discurso feminista molesta, incomoda y es criticado; pero en un espacio sobre todo femenino, rodeado de mujeres, hacerse pasar por deconstruido trae beneficios, otorga estatus y no solo eso, incluso puede generar relaciones eróticas y amorosas. Se lo escuché en una conferencia a Carmen Ruiz Repullo: “Los que van de aliados para coger más”. Zaz.

Uno de estos machos progres, tan parecido a mí escribe en un artículo reciente su modo de llegar a esta tierra de nadie:

“Entonces aprendí que tenía que cambiar… cuando menos discursivamente. Y así, utilicé el lenguaje incluyente, aprendí las frases, entendí que tenía que quedarme callado y opinar lo mínimo posible en torno al tema y ante los ojos de muchas feministas y de muchas personas en mi entorno era eso denominado “aliado”. El término sonaba tentador y permitía un cierto reconocimiento social”.

Ante la horda de machos dizque rudos trolleando los espacios feministas y subiendo memes misóginos, ante los machitos de moda dizque expertos en ligue, los machos progres podemos parecer seres conscientes, comprometidos y diferentes, pero parecerlo no es suficiente. Alguien más o menos inteligente (tampoco hace falta tanto) puede pasar por deconstruido (odio la palabrita) sin serlo de verdad. Entonces la supuesta diferencia se queda en el lenguaje, en el uso de ciertas palabras, en citar a ciertas autoras, en usar algunos distintivos (camisetas, pulseritas, tatuajes) y arreglarse de cierta forma. Pero ¿eso significa vivir de forma diferente, renunciar a los privilegios, cocrear vínculos verdaderamente equitativos? ¿O lo que buscamos es el aplauso, el reconocimiento de nuestro entorno (y en especial de las mujeres) por ser “aliados”? Y es que, para empezar, habría que cuestionar seriamente que debamos recibir algún reconocimiento por actuar como debimos hacerlo siempre.

“¿Hasta qué punto me atraviesa realmente el feminismo y hasta qué punto cuido qué decir para no ser políticamente incorrecto? Caminar el feminismo también trata de sincerarse y asumir los errores que cometemos” escribe Svend Nielsen.  Porque una cosa es repetir discursos aprendidos y otra es reconocer las muchas veces que me aproveché de los privilegios, que me relacioné desde la superioridad, que me importó un carajo si lastimaba a la otra para satisfacer mi placer, si me quedé calladito cuando me convenía. Y si eso ocurrió (y seguro ocurrió) ¿pedí disculpas? ¿Renuncié a lo que se me daba solo por tener pene? ¿Traté, en lo posible, de reparar el daño causado?  Es que es aquí, en nuestras carencias, en nuestro machismo cotidiano donde hay que trabajar, no en nuestras frases bonitas. Se trata de ver, de verdad, sin concesiones ni excusas, mis actos cotidianos: cómo miro a las mujeres, cómo “ligo” con ellas, cómo me relaciono con cada una, pareja, madre, hermanas, compañeras de trabajo, hijas, personas que me ofrecen algún servicio. ¿Soy igual de “equitativo” y compañero con quienes me parecen atractivas y con quienes no? ¿Con quiénes puedo involucrarme eróticamente y con quiénes no?

 “Para que dicha transformación lo sea realmente –dice Nielsen- es preciso hacerlo sobre todos los componentes de la masculinidad hegemónica, para lograr otra (o ninguna) masculinidad y no versiones light de ella. No basta la voluntad de ser menos autosuficiente, violento o igualitario, o deslegitimar esos valores, sino que es preciso trabajar en deshacer las múltiples estructuraciones sociales e individuales (del cuerpo, carácter, identificaciones y hábitos) que la masculinidad hegemónica, en su calidad de organizador, normativa, guía y modelo produce en las instituciones y sujetos masculinos.”

Me detengo en esto, porque se habla de lograr otra (o ninguna) masculinidad y no versiones light de ella. ¿Es posible crear otra masculinidad desde los cimientos de la masculinidad tradicional? ¿El resultado de ese intento no será una versión light de la masculinidad tradicional, una que repite lo de siempre pero maquillada para no parecerlo? ¿No habría que desmontar la masculinidad completa e intentar algo que no parta, para empezar, de la mirada binaria?

Miro algunos intentos de producir nuevas masculinidades. No los conozco a fondo, no he estado en alguno, lo advierto, pero hay algo en la estética de algunos de esos espacios que  me genera dudas: imágenes de hombres a la moda (no la moda metrosexual, pero sí otra moda, más “alternativa”, por llamarle de algún modo), guapos todos, barbados, “chidos”, uno en el centro tocándose el pecho mientras unas lágrimas se derraman por su mejilla.  Los que lo rodean, también guapos, le miran conmovidos. No sé, no sé. Me suena a mercadotecnia, a publicidad sensiblera, y sin duda, a algo que puede ser atractivo para muchas mujeres. Veo de otros espacios y grupos para trabajar la masculinidad que se disfrazan de tribus o algo parecido, hombres alrededor del fuego, el guía que habla, la ceremonia. Tampoco me convencen. Hay algo bonito en el ritual, pero creo que atrás está esa idea de que solo podemos hacernos hombres en compañía de otros hombres, los rituales de inicio, esas cosas. Repito que hablo con muy poco conocimiento de causa, pero me parece que atrás de estos trabajos está una mirada esencialista de lo que es El Hombre, y creo que justo ese esencialismo acaba por atraparnos en formas fijas.  Por otro lado, sigo creyendo que en el proceso de crecimiento personal hace falta que mujeres y varones estemos juntxs. ¿De cuánto nos perdemos sin la mirada de las otras? ¿Podemos de verdad reflexionar en la desigualdad y en nuestras violencias sin la presencia de ellas que las han vivido desde hace siglos? ¿No corremos el riesgo de, una vez más, negarnos a oírlas? Yo me descubro macho progre ante la mirada de ellas, no sin ellas. Son ellas, mi vida a su lado, mis encuentros y desencuentros los que evidencian mi incongruencia.

Pero también es verdad que la vida cotidiana nos pone en diferentes espacios. A veces, los compartimos con las mujeres, y otras, solo con varones. Pienso en los grupos de amigos que se juntan en un bar o a mirar un partido de futbol, por ejemplo. Hace unos meses, mis ex compañeros de la primaria y la secundaria (varones todos) hicieron un chat para estar en comunicación y encontrarnos alguna vez. De pronto me encontré en un espacio exclusivamente masculino y conservador (muy pocas veces me ocurre) en donde las pláticas, los temas, las bromas son “de hombres”. De pronto, me pregunté qué haría yo si en ese espacio se hicieran comentarios misóginos o se contaran chistes homofóbicos, tan comunes en espacios masculinos. ¿Soy capaz de sostener mi actitud de equidad y respeto aún si no hay mujeres presentes? Porque claro, disfrazarme de “compañero” es conveniente y redituable si estoy con mujeres, pero ¿y si estoy solo con otros varones? Entonces esa actitud no solo no sería aplaudida sino quizá rechazada.

“Ahí está, bajo mi punto de vista, uno de los mayores desafíos: el espacio únicamente de los varones. Es en ese espacio donde el militante feminista se quita las gafas violetas y habla de alguna mujer, realiza chistes sobre las disidencias, se mide con sus amigos sobre con qué mujeres estuvieron, e incluso cuentan dichas intimidades. Es en base a un análisis muy autocrítico y sincero que uno puede determinar hasta qué punto el feminismo nos atraviesa, y hasta qué punto lo hacemos para no ser tildados de machistas”. (Nielsen)

Soy un macho progre, lo soy tantas veces. Y cuando creo no serlo, lo soy de nuevo. Basta escuchar una crítica o que me señalen un error, basta con estar ante alguien que me parece muy atractiva, para que el teatrito de la equidad se me caiga. ¿Qué hacer si quiero ir más allá de ese disfraz hecho para ser reconocido? Supongo que seguir revisándome críticamente, ser capaz de ver esos momentos en donde mi machismo más rancio asoma, escuchar (de verdad escuchar) a las mujeres con quienes comparto mi vida, que son quienes mejor pueden decirme cuando soy (una vez más) incongruente con mi bonito discurso. Y quitarme las etiquetas. Creo que en la búsqueda de ser (y que me llamen) hombre “feminista”, deconstruido, aliado, ya hay algo tramposo. Cuando me enuncio como hombre, sin importar el adjetivo que le siga, me coloco en un extremo del binario, y no en cualquiera. Ya Derrida habló de como el pensamiento occidental funciona formando pares de opuestos binarios en los que uno (el primero de cada par) es privilegiado y superior: arriba-abajo, diestro-siniestro, claro-oscuro…  Hombre-mujer, masculino-femenino, son otros pares binarios que siguen la misma regla. Enunciarme hombre me coloca ya en el privilegio; si le sumo: deconstruido, aliado, solidario, etcétera, quizá no hago otra cosa que colocarme en un lugar aún más alto. Lo que me hace falta es dejar de buscar adjetivos bonitos y a la moda y tratar de relacionarme día a día con las otras como lo que siempre han sido, personas como yo, con la misma dignidad y con idénticos derechos. Dejar de construir una identidad a partir de esos adjetivos o los contrarios o de cualquier otro y en lugar de eso vaciarme de adjetivos, des-identificarme con una hombría u otra, hacer espacio para que desde esa ausencia pueda surgir algo diferente. Quizá entonces esos adjetivos dejarán de tener sentido.

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