Ejercitarse en la fragilidad.



Caminar por una larga linea de maskin pegada en el piso, poniendo atención a cada paso. Imaginar que camino el borde de un abismo, que el más pequeño titubeo podría ser mortal.

Recoger hojas secas, muchas, todas las que pueda. Con ellas, hacer un mandala en algún lugar a la intemperie o al menos con la ventana abierta. Cuidar los detalles, las medidas, la simetría. Dejar que el aire destruya mis intentos. Si logro terminarlo, sentarme en algún lugar donde pueda contemplar como el aire lo deshace.

En la noche, cubrir mis ojos de modo que no pueda ver absolutamente nada. Recorrer cada habitación de la casa. Cambiar un libro de un lugar a otro, servirme un vaso de agua, guardar los zapatos.

Hacer un autorretrato. Coger un lápiz y una hoja en blanco, mirarse al espejo y dibujarse a sí mismo lo mejor que se pueda… pero hacerlo con la mano izquierda si eres diestro o con la derecha si eres zurdo.

Elegir una fotografía en la que yo aparezca, una impresa. Buscar el modo de atarla con un hilo en cualquier lugar a la intemperie. Dejar que pase el tiempo, que la toque el sol, el viento, la lluvia. De vez en cuando mirarla deteriorarse. Dejarme sentir.

Sacar un hielo del congelador y colocarlo en cualquier lugar, sobre una tela. Contemplarlo. Imaginar que en el momento justo en que se vuelva líquido, moriré.

Imaginar que camino sobre la superficie congelada de un lago. Cuidar cada paso, pues la capa de hielo es delgada. Imaginar que de pronto, bajo los pies, se oye un crujido.

Tomar un libro al azar. Abrir tres páginas al azar y leerlas. Imaginar que si en alguna de esas páginas aparece la palabra tiempo, el mundo se acabará a la media noche.

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