No.
Miro
alrededor. Miro desde donde puedo mirar, es decir, desde mí, desde mis ojos
miopes, desde el lugar y el tiempo que habito. ¿Se puede mirar desde otro sitio?
Quisiera mirar desde fuera pero es imposible: no puedo estar sino aquí, soy
parte, uno entre muchos, otro. Pero si no puedo salir, quizá puedo construirme
una burbuja, siempre fugaz, siempre frágil y mirar desde esa quietud inventada,
ese paréntesis.
Lo
intento de nuevo. Miro alrededor: grandes edificios, anuncios espectaculares, enormes
pantallas planas, gigantescos centros comerciales, mucha prisa, el tiempo es
dinero, otros ya nos llevan la delantera, jamás estar ocioso, la inacabable
persecución de la excelencia (¿Qué diablos es eso?), el éxito, el logro, la
breve fama, mucho ruido, noticias, campañas, publicidad, voces que se enciman
unas a otras y que se pretenden dueñas de la verdad, luces brillantes que
invitan siempre, que deslumbran y seducen. Miro perplejo esto que miro (sí,
dentro de la burbuja). A veces me siento parte, y es como dejarse estar en un
abrazo que también es una manta tibia, o como entrar en unos ojos amados; pero
otras muchas me siento extraño, ajeno; participante de una carrera en la que no
quiero participar, compitiendo no sé por qué si el premio ofrecido me importa
tan poco, jugando un juego del que no me gustan las reglas y además me duelen.
Veo a los otros alrededor, cada vez más aprisa, tanto que se rompen a veces
como yo también me he roto. Apurarse, ganar siempre, acelerar, competir, no
detenerse, nunca darse por vencido.
¿Y
si no? ¿Si me armara con la sencilla fuerza de mi negativa y me atreviera a
decir y decirme: no? Pruebo a decirlo: no. Una sílaba. Un segundo apenas,
menos. La lengua en mi paladar, mis labios un pequeño círculo parecido a un
beso. Aire, sonido, casi nada.
No.
Un
sonido diminuto ante el estruendo que me rodea. ¿Acaso puede escucharse? Una
vela encendida, una llamita tiritando frente al ciclón. Absurdo, inútil.
¿Entonces? ¿Darme por vencido? ¿Olvidarme y bajar la cabeza y correr hasta
reventar en pos de aquello que no sé qué es y ver a los otros como competidores
a los que debo superar?
No.
Consonante
y vocal. Palabrita. Soplo. Brizna. Y sin embargo, me agarro a ella como a una
mano compasiva. Es lo que tengo: ese pequeño espacio de libertad para resistir,
una palabra. ¿Es suficiente? Supongo que no. ¿Cómo iba a serlo? Aún así elijo
decirlo, aunque no baste. Quizá solo para defender mi derecho a ser lo que
quiero ser, sabiendo que no estoy solo, que otros y otras alzan también sus
pequeños no y nos miramos a la distancia y nos reconocemos. Vamos juntos a una
batalla que quizá está perdida desde siempre. Aún así voy, vamos, porque en esa
sílaba cabe un resto de dignidad, y porque la vida aún, y porque Lía, mi hija.
Porque si digo sí a todo lo que no quiero quizá un día ese sí se me haga
costumbre y se me aferre a los labios y acepte aún lo inaceptable.
Entonces digo que no. O digo que no quiero esto
sino otra cosa. Ante lo grandioso y espectacular, digo lo pequeño. Ante lo
poderoso e infalible, digo lo frágil. Ante lo veloz y apresurado, digo lo
lento. Ante el estruendo ensordecedor, hago silencio.
Es que hoy necesito de esas cuatro palabras.
Las pronuncio y al saborearlas tienen un no sé qué de vuelta a casa, de
ternura, de lo que cabe entre las manos, de miradas que se cruzan, de medida
humana.
La burbuja se rompe y me deja aquí, de algún
modo indefenso ante las grandes construcciones, los grandes logros, las luces
artificiales, la cumbre más alta, la canción de moda, la noticia de moda, el reclamo
de moda, el chiste misógino de moda. Los demás corren, pasan a mi lado
prácticamente sin mirarme. Llegarán antes que yo, pienso con miedo, me dejarán
atrás; entonces también echo a correr, empujo, persigo. Los demás se vuelven
sombras o siluetas o borrones, el mundo una imagen tras la pantalla. Corro. De
pronto me doy cuenta. Me detengo. Elijo. Ante lo enorme, ante lo poderoso, ante
lo veloz, ante lo ruidoso, hago acopio de mi insuficiente rebeldía, respiro
lentamente y digo
no.
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