Después de la pandemia.



Parece que no aprendimos nada de la pandemia. Por un momento, tuvimos la esperanza de que algo cambiara. La presencia de la muerte, su paso tan cerca de nosotros, el frío de su sombra. Un virus que nos hacía saber lo frágiles que somos, que nos mostraba que estamos vinculados a personas que no conocemos, que vamos en el mismo barco cósmico. Algo mejor debería surgir de esa experiencia.

No fue así. Miro alrededor y lo que veo parece aún peor a lo de antes. Como si el legado de la pandemia fuera fortalecer eso que algunos filósofos llamaron la sociedad inmunológica: ver al otro, a la otra como peligroso o peligrosa, verle como una amenaza, como alguien que puede contagiarme. Entonces, cada uno a lo suyo. ¿El otro, al otra? ¿Qué importa esa abstracción que muere cerca de nosotros?

Miro alrededor: La extrema derecha parece haberse fortalecido como nunca antes. Aparecen o se fortalecen los Milei, los Bukele, los Wilders, los Le Pen, los Vox. Y a su lado, aparecen los que aplauden su odio. Las fronteras se cierran a los migrantes, esos virus de nuestra época, la guerra entre Rusia y Ucrania parece no tener fin, el genocidio de Palestina campea a sus anchas, el narco lo copta todo, drogas nuevas increíblemente destructivas llegan a cada lugar, las mujeres siguen siendo asesinadas mientras los influencers masculinistas vociferan, murió el último rinoceronte blanco macho...

Luego de la pandemia no surgió la compasión sino una voracidad aún mayor.

No aprendimos nada de la pandemia. 

La esperanza es hoy un acto de resistencia. 

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