Solicitud

 

SOLICITUD PARA  NO  SER ACEPTADO COMO MIEMBRO DEL OPUS DEI.

 

 

Por medio de la presente, el abajofirmante solicita encarecidamente no ser aceptado de modo alguno, ni ahora ni nunca, como miembro de la Prelatura denominada Opus Dei.

Para sustentar esta solicitud, a continuación anexa su currículum vitae y/o declaración de principios, en la cual, y bajo juramento de decir la verdad –la pequeña y fugaz de este momento-, afirma:

 

Que nació en una ciudad brutal, caótica, antropófaga y maravillosa en donde todo, o casi todo, es posible; una ciudad donde, algunos días, hay un estruendo de pájaros en cada árbol, y otros, el pavimento amanece sembrado de esos mismos pájaros muertos por asfixia. Más o menos lo mismo que ocurre con la esperanza.

 

Que nació en un año de rebeldías e imaginanción, de matanzas y sueños malogrados, de conciencia recién parida.

 

Que vino al mundo bajo el signo de Escorpio, lo que augura una vida tormentosa, una sexualidad desbocada y el desenfreno de los sentidos.  Que es Mono en el horóscopo chino, lo que significa que vive en eterna contradicción, unas veces cínico y otras, amoral. Que en el calendario Maya es Tres Camino, lo que mitigaría un poco la influencia nefasta de sus otros signos si no fuera porque no acepta más camino que el suyo.

 

Que nació pequeño y enclenque, enfermizo y frágil, parecido a un renacuajo, mirando al mundo con ojos absortos e interrogantes.

 

Que aprendió a leer antes de asistir a la escuela teniendo como profesores al Monstruo Comegalletas, Beto, Enrique y Archibaldo, los entrañables personajes de Plaza Sésamo.

 

Que de muy pequeño jugaba a trepar al palo encebado y a esconderse en un pequeño closet que olía a su padre, donde su mayor placer consistía en jalar una a una todas las corbatas.

 

Que no jugó con cochecitos, barquitos, avioncitos ni cualquier otra cosa que pareciera máquina, y en cambio coleccionaba superhéroes de plástico. Prefería a Ultramán, al Hombre Araña y a Batman. Supermán nunca fue de su agrado porque no usa máscara y quién puede admirar a un héroe tan falto de misterio.

 

Que inició su vocación narrativa tirado de panza en la alfombra de su casa trazando líneas sobre una hoja blanca para dividirla en cuadritos e inventando historietas en donde los buenos siempre ganaban.

 

Que con el tiempo dejó de serle tan claro quiénes eran los buenos. Y así hasta la fecha.

 

Que recibió los siguientes Sacramentos de la Iglesia Católica, a saber:

Bautismo. Acerca del cual tiene poco que decir como no sea que nadie le preguntó su opinión y  que en la cabeza se sintió fresquito. Y que desea, de ser posible, le devuelvan su pecado original.

Comunión. Para ese evento estrenó un trajecito azul monísimo, invitó amigos y hubo tamales. Aprendió que prefiere las hostias con vino a las hostias secas.

Confirmación. De esta sólo recuerda un tumulto, mucho ruido y excesivo calor. Además, los obispos nunca le cayeron bien.

Confesión. En esa sí participó muchas veces y recuerda. Se hincaba ante el cura y contaba, con vergüenza y contaba, sintiéndose una mierda y contaba, no pudiendo con la culpa y contaba. Y se arrepentía de corazón. Hoy se arrepiente de haberse arrepentido.

 

Que alguna vez soñó con ser payaso; y luego, al pasar el tiempo se dió cuenta, con tristeza, que no era gracioso.

 

Que tuvo un hamster blanco que le hacía cosquillas en la mano, una perra coquer de ojos maternales y tristísimos, un castillo del Rey Arturo para armar, un aventurero de acción pelirrojo e invencible, un hombre elástico y un pequeño chango de trapo cuyos ojos se extraviaron y fueron sustituidos por pequeños botones negros que cosió su abuela.

 

Que se sintió absolutamente fascinado al entrar por primera vez, de la mano de su padre, a una arena de lucha libre; que se emocionó con cada combate a dos de tres caídas sin límite de tiempo, que vio luchar al legendario Santo y que admiró para siempre a Fishman, que era rudo, rudísimo, pero parecía buena persona.

 

Que soñó cuatro veces que lo secuestraban los marcianos, la última vez supo que soñaba y se divirtió muchísimo.

 

Que se entristece inexplicablemente en los dias nublados y lluviosos.

 

Que guarda en la mochila una peculiar colección de objetos: chicles de yerbabuena, pastillas para el dolor, la fotografía de un chimpancé, una canica de color azul, una estampita de la Virgen de Guadalupe,  una piedra muy lisa, un billete pakistaní de una rupia y un separador con la efigie del Ché sobre un fondo de bandera cubana.

 

Que no hay palabra que deteste más y le genere más rechazo que el verbo obedecer. Y que ha decidido no obedecer a nadie, absolutamente a nadie como no sea a su propia, contradictoria y muy falible conciencia.

 

Que se baña más por urbanidad y respeto al olfato ajeno que por gusto.

 

Que disfruta casi hasta el éxtasis con el sabor de los mangos de manila, los camarones al mojo de ajo y el pay de manzana recién horneado por su madre; y se pregunta si así sabrán de buenos los labios de una chica.

 

Que su corazón, vaya a saber por qué, se pone siempre del lado de los débiles, prefiere a los equipos perdedores y se identifica con los paises conquistados.

 

Que se siente irremediable y misteriosamente atraído por la Revolución Sandinista, que se le hace un nudo en  la garganta al escuchar aquello de «Ay Nicaragua, Nicaragüita, la flor más linda de mi querer…» y que cuando oye la proclama: «Luchamos para vencer», solito le sale contestar: ¡No pasarán!

 

Que jura con una mano sobre la Biblia y otra sobre Los Diarios del Ché que desde este momento y para siempre, nadie le impedirá leer lo que le dé la gana, ver lo que le dé la gana y saborear lo que le dé la gana. Que para eso tiene ojos, lengua y corazón.

 

Que siente una honda nostalgia por las calles de la Habana, lo que es muy raro si se piensa que nunca estuvo allí y cómo es posible sentir nostalgia de lo no vivido. Pero la siente: de sus calles lastimadas, de los viejos soneros que tocan en sus esquinas al ritmo de la clave, de la cadencia alucinante de las caderas de sus mulatas. Y que jura que algún día estará allí y escuchará su música y mirará ponerse el sol mientras camina sin prisa por el vetusto Malecón.

 

Que algunas mañanas de sol se escapaba del colegio ni más ni menos que para aprender, así como lo oyen. Tomaba el metro hasta el centro de la ciudad y caminaba por sus calles  hermosas y devastadas, entraba a la Catedral, miraba los murales de Rivera en el Palacio Nacional, escuchaba a un hombre con plumas en la cabeza regañando a su audiencia porque todos, o casi todos, sabían varias palabras en inglés pero ninguna en nahuatl;  visitaba el maravilloso edificio de Correos y el Palacio de Bellas Artes, y en la Alameda escuchaba a los merolicos que venden desde pirámides poderosas que protegen contra el mal de ojo y otorgan suerte y sabiduría ancestral, hasta remedios para las almorranas.

 

Que posee una modesta pero entrañable colección de pornografía de distintos calibres.

 

Que prefiere las verdades pequeñas, vacilantes y despeinadas a la Gran Verdad, esa que se da tantos aires,  la  altanera y arrogante, la de vocación inquisidora.

 

Que no logra entender por qué carajo es pecado la masturbación si no le hace daño a nadie.

 

Que comprobó sin lugar a dudas que es una mentira vil eso de que los rezos, los baños helados y las piedras en el zapato sirvan de algo cuando llegan las tentaciones de la carne.

 

Que sus ojos, sus hormonas y su corazón son imantados con mucha mayor intensidad por unos pechos hermosos que por unas nalgas perfectas.

 

Que lee y lee y lee. Novelas, cuentos, ensayos, poemas. Lee como si en ello le fuera la vida, lee para arrimarse la belleza y el asombro, lee para intentar saber y saberse, y para finalmente, llegar hasta el lugar a donde confluyen todos los libros, es decir, a esas dos pequeñas palabras que tanto le gusta pronunciar: no sé.

 

Que siente una poderosa, descarada, irrefrenable atracción por todo lo que esté prohibido.

 

Que no ha podido encontrar ni asomo de lo sagrado en el oro, las joyas y las sedas de los templos. Aún más: se siente asqueado en las iglesias elegantes.

 

Que el tiempo empleado en las clases de religión de su colegio podría ser usado para algo más útil e interesante, como hacer comepiojos de papel, encontrarle forma a las nubes o mirar como la araña de la esquina se merienda a la mosca que cayó en la intrincada maravilla de su red.

 

Que no deja de deslumbrarse cada primavera con el espectáculo violeta de las jacarandas, y que la más pequeña de esas flores es tan sagrada como el más sagrado de los templos.

 

Que el dolor no, que el sufrimiento tampoco. Que sólo cuando sean irremediables habrá que enfrentarlos con dignidad, pero nunca buscarlos, nunca.

 

Que en cambio, el placer sí. Todo el placer que se pueda. Y no el abstracto e intangible, sino el cotidiando de cada día: comerse un níspero maduro, caminar por la playa dejando que las olas besen sus pies, rascarse distraídamente el escroto, bañarse con agua calientita, empezar una novela…

 

Que cada día se siente más atraído por el sónido, el significado, la música de la palabra duda.

 

Que se caga en el dios de los castigos y los premios, en el dios juez, en el dios policía, en el dios que puede explicarse con la ridícula pequeñez del intelecto.

 

Y, finalmente, que el Misterio siempre es más grande.

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