Como un bosque, como un río, como un cuerpo.
Llegaste a un mundo de palabras y de libros. Me refiero
a nuestro pequeño mundo, el que tu madre y yo nos construimos desde antes de
que llegaras. Cuando aún no eras ni una idea ya coleccionábamos libros para
niños. Nos conmovían y divertían sus historias y sus ilustraciones. Era nuestro
intento inútil de agarrarle a la infancia por la cola para que se quedara. Los
libros son historias que otros nos cuentan, son mundos dentro del mundo, son
las personas que los escriben.
Eras diminuta cuando te leíamos el cuento de
Miffy. No pasaban demasiadas cosas. Contaba un día en la vida de una familia de
conejos. Te quedabas absorta mirando las ilustraciones y escuchando la historia
que repetíamos una y otra vez. Algo misterioso fluía de las páginas a ti y de
regreso. Un día, simplemente extendiste tus manos para coger el libro. Lo
leíamos a diario y en cuanto lo mirabas te emocionabas de tal forma que se te
aceleraba la respiración y estirabas y encogías tus piernas de ranita. No era
fácil quitarte el libro de las manos, exigías más siempre. ¿Qué sucedía entre
el libro y tú? ¿De cuántos modos te llamaba? Es que necesitamos las historias
para sabernos a nosotros mismos. Nos cuentan lo que somos, nos inventan lo que
podemos ser. Somos seres extraños hechos de carne y de palabras que se descubren en
las narraciones propias y de otros. Miffy era Lía y Lía Miffy y habitabas en un
mundo de conejos donde la vida transcurría suavemente y te mostraba la otra
vida que existía fuera de las páginas. Aquellas imágenes, aquellas palabras te
colocaban en un mundo conocido, en parte predecible, te decían: a esto perteneces. Ya vendrán otras
historias que en vez de darte suelo te lo quiten.
Dice mi madre, tu abuela, que cuando yo era muy
pequeño, echaban cuentos en mi cuna para que me entretuviera y que los miraba
sin cansarme. Yo imagino aquellos cuentos que se vendían en los puestos de
periódicos, de editorial Novaro, que en la contratapa tenían siempre un anuncio
del libro de Charles Atlas, que había sido un alfeñique de pocos kilos al que
los fortachones molestaban en la playa hasta que hizo una rutina de ejercicios
que lo transformó en alguien fuerte y valiente. ¿Por qué anunciaban aquello en
cuentos para niños? Nunca compré aquel libro. Nunca fui Charles Atlas.
Mi historia está entretejida con los libros que
leí. Empieza a pasarte lo mismo: te sumerges en los libros, te dejas llevar por
sus historias, intentas escribir las tuyas. Los libros y las historias que los
habitan han sido y son refugio, asombro, cuestionamiento, rebelión. Con los
años se han convertido, para mí, en el sucedáneo de la religión. A través de
los libros rezo, medito, río, lloro. Son el espejo que me muestra partes de mí
aún desconocidas, son la ventana desde la que me asomo a otros lugares, son la
estación de salida para irme lejos y la estación de llegada para volver a mí,
son el laberinto donde a veces me pierdo, son la pregunta que no tiene
respuesta.
Cerca de casa de mis abuelos maternos, tus
bisabuelos, estaba la Librería Parroquial. Mi abuelo nos llevaba para
comprarnos algún libro. Recuerdo elegir de Julio Verne, que eran los que él
recomendaba y luego no leerlo porque me resultaba aburrido. Cuando mi padre me
trajo La Vuelta a la Galia por Asterix,
caí rendido. Leí una tras otra las aventuras del pequeño pueblecito galo que
aún se resistía (y lo sigue haciendo) al dominio de los romanos. ¿Cómo sería
beber aquella poción mágica que preparaba el viejo druida Panoramix y que te
hacía invencible? Más tarde me encontré, quizá demasiado pronto, con las
novelas de Stephen King. Digo demasiado pronto porque en sus historias de
terror suelen habitar también las partes más perversas del ser humano. Temblaba
de placer y de miedo al encontrarme con aquella maldad a la vez sobrenatural y
humana. Una tarde, oculto en el baño de
mis abuelos encontré un libro que me perturbaría durante mucho tiempo y que me
enseñaría algo acerca del poder de las palabras. Se trataba de Xaviera se suelta el pelo, de Xaviera
Hollander. Hoy nadie recuerda a aquella escritora holandesa, pero en los
setentas era famosa por sus novelas pornográficas. Contaba sus aventuras
sexuales de un modo explícito y directo, brutal a veces, con el mayor número de
detalles. Todas las posibilidades de los cuerpos. Se trataba de porno puro, es
decir, algo escrito para excitar. Mi cuerpo ardió al recorrer los renglones de
aquel libro que olía a papel viejo. Una revelación que había intuido al leer a
Stephen King: las palabras escritas, aquellas manchitas negras sobre el papel,
eran capaces de volverse cuerpo. Eran solo letras, símbolos, frases, párrafos,
pero me hacían temblar. Lo supe entonces: las palabras son poderosas: trastocan
el cuerpo, el alma, la vida entera.
Más adelante los libros me sirvieron de escudo
contra el dogmatismo feroz que pretendía apagarme. En mi escuela del Opus Dei
se decía que la lectura era peligrosa y se prohibían muchos libros por el
riesgo que tenían de pervertir nuestras almas puras. Tenían razón: los libros
no son inocentes, encienden en nosotros la duda, hacen tambalear nuestras
convicciones, lo cuestionan todo. Siendo un adolescente en aquel mundo de muros
inamovibles, me prometí que nadie me diría qué podía leer y qué no. En eso
sería soberanamente libre. Leí lo que me decían que no debía leer y me brotaron
preguntas como hojas en primavera. Contra su idea de un Dios sádico, yo leí.
Contra el pecado y la culpa, yo leí. Contra su imagen estática del bien y el
mal, yo leí. Contra su historia única, yo leí. Contra la verdad con mayúscula,
yo leí. Aún hoy, amo los libros que en lugar de darme certezas me las quitan,
los que me cuestionan, los que me gritan a veces y otras me susurran, que hay
otras formas además de la mía.
A veces me pierdo en ese mundo. Me siento más
cercano a algunos escritores que a mucha gente real. Ellos y ellas son seres
que hoy, mientras escribo, pueblan mi corazón y mi cabeza, más conocidos que
mis conocidos, confidentes, antagonistas, maestros. Quizá alguna vez te los
presente, pero supongo que tú harás tu propio camino entre los libros. Cada
camino es único. La persona que somos nos lleva a elegir ciertos libros pero
luego esos libros transforman la persona que somos. Uno entra a un libro como a
un bosque, como a un río, como a un cuerpo. No es posible saber a dónde ha de
llevarte porque cada libro (y cada bosque y cada río y cada cuerpo) te habla
solo a ti y contigo crea algo impredecible. Un libro es quien lo escribió pero
también quien lo lee y lo transforma y lo rehace con sus ojos. Cada libro es
tantos libros como personas lo leen. Nadie lee el mismo libro, ni siquiera tú
misma si lo lees en dos momentos de tu vida. Un libro es al menos de dos, como
los besos.
Así que ve hacia ellos. Piérdete y encuéntrate y
después vuelve a perderte. Busca sin encontrar y encuentra lo que no buscabas.
Amplíate, desdibuja tus bordes, abandona creencias, hazte preguntas, asómbrate,
conmuévete, reescribe una y otra vez tu propia historia.
Y cuándo quieras, si es que quieres, ven a
contarme. Cierro los ojos e imagino: el sol guardándose, los platos sucios
esperan para ser lavados, un par de copas de vino ante nosotros. ¿Qué estás
leyendo ahora?, te pregunto. Tú lo piensas un momento, bebes un sorbo y
empiezas a contarme.
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